martes, 11 de diciembre de 2012

Bella vida

Autor del relato "Bella vida":
Carlos de Tomás
(Escritor)
web: http://carlosdetomas.es
* * *

Bella vida hasta ese momento, hasta el instante en que aquel sujeto de la gorra NY se abalanzó sobre él para sujetarlo, con su aliento soporífero le susurraba unas palabras al oído mientras hendía un punzón en el costado del hombre que había tenido bella vida hasta esa precisa viñeta. El sujeto de la gorra NY se despegó del herido a una velocidad endemoniada, y a compás. Tumbado, el de la bella vida, desde el frío pavimento de la calle del Grillo veía entre nebulosas la carrera de su asesino mientras bajaba la cuesta en dirección a la Gran Vía.
Pero, no le robó; y las palabras retumbantes en la boca pestilente del agresor se las guardó para sí la víctima que se retorcía de dolor. Acudieron a socorrerle, temiendo que la bella vida se terminara, aunque en realidad ya se había acabado, segundos antes del impacto, cuando iniciaba la bajada de la calle del Grillo, alguien lo tenía decidido.
Solitaria estaba esa calle minuto y medio antes, vestida de invierno gélido sin tregua. Entre la bruma amarillenta que no llega a ser niebla y el vaho de sí mismo, enfiló la estrecha acera. En la bajada, por efecto de la torsión y el freno del cuerpo notó un ligero tirón en los gemelos echando el tronco hacia atrás algunos grados. Al compensar la inclinación se miraba la puntera de los zapatos de charol y un cierto revolar de los costados del abrigo de paño beige. Hinchado el cogote de satisfacción por la lujuria de hacía unos minutos y por la reunión de media tarde, también por la conversación de doble apoyo del Consejero General y del Director de Comunicación. Estaba en su mejor momento y, a pesar de la hora, no descartó ir a tomar una copa antes de asomar en casa; pero lo que tomó fueron dos transfusiones de urgencia que le salvaron por los pelos, más la intervención de cuatro horas hasta que el cirujano dio por cosido el pulmón y restañada la hemorragia interna; después, cuarenta y siete horas de UVI, eternas para la pléyade de fotógrafos y gacetillas.
Cada vez que le daba a la lujuria se dejaba al escolta en casa, o en un puticlub cercano y urbanita sin bombillas a la puerta. Tal vez fue el azar el que quiso que el marido de la Susa acabara la bella vida de Melitón Artiaga. Melitón iba para jefe de los Testigos de Jehová y acabó siendo el Delegado del Gobierno. Bella vida la de un hombre que hablando le daba fuste al auditorio, engalanaba las paredes de gerundios y en momentos de esplendor verbal se gustaba tanto que acababa manchando los calzoncillos de sinalefas.
Cuantas veces se acordaba de las bromas desagradables y soeces de los compañeros del colegio, unas reiterando el “tontón” del nombre, otras duplicando el número de ojos, y las más de las veces ampliando su orondo perímetro y disminuyendo la bolita por cabeza. Pero no bajó del nueve en la tasación de su memoria, y gracias a eso y a la tozudez de su madre para quitar importancia a la tortura diaria y narrarle un final feliz; Melitón, decidió que su culo debería crecer aún el doble del radio de la circunferencia para poder aprobar notarías. Después la excedencia, y más tarde, reconvertido al catolicismo apostólico y romano, la exitosa y fulgurante carrera en el partido.
La madre de Melitón le calentaba dos cantos rodados de granito en la cocina económica, del tamaño de la manita pequeña y rolliza de Meli… El niño salía de casa, las mañanas de invierno sabañonero, con ganas de más galletas, hasta que el vaso de leche y el bollo de pan del recreo, regalo del generalísimo, calmaban al hiperactivo gordito. El cerebro, carcomido por las palabras de aliento —que sus padres no pudieron medrar a cuenta de la posguerra—, era machacado sistemáticamente con el tienes que ser alguien ya que nosotros no pudimos.
Por el agujero del pecho asoma una sonda, un drenaje que palpa con suavidad sin poder ver su forma, como una trompa por donde piensa que se le va la vida; respira profundo y siente un pinchazo que le parte en dos. Malditos cabrones, piensa acordándose de la Susa, y se dice que ella es buena persona, que todo se sabrá, que no sabe qué decir a su mujer, que los medios habrán llenado todo de especulaciones absurdas, que lo mejor será callar, que fue un intento de atraco, que se defendió bien y no pudieron robarle, que se convertirá en héroe. Lo que no sabe Melitón Artiaga es que su proyecto de asesino se ha entregado a la policía, que busca publicidad, que quiere resolver su vida anodina y dejar de ser una piltrafa sin trabajo, separado de la Susa, aguantando los cuernos, vagando por la ribera, haciendo chapuzas que no le apetecen, metiéndose de todo para intentar ir llevando la asquerosa vida, y ahora tiene un pretexto, que me mantenga el estado, que me saquen en la prensa, he perforado a un pez gordo y eso, piensa, le dará chance para cobrar exclusivas, tal vez le lleven, en un futuro, a la tele, porque un colega leguleyo le ha dicho que por estar ofuscado con los celos es locura y que estará cuatro días en el maco.
Melitón duerme, casi todas las horas de recuperación, y cuando no lo hace intenta componer una historia de su vida donde pueda borrar todo lo que no desea que salga a la luz. Es una vida más aburrida, no es la bella vida que había conseguido, porque la bella vida para Melitón es la del éxito acompañado de otros placeres discretos que no se pueden confesar. Se desespera por volver a su casa, a su despacho, a comenzar a dar órdenes sin testigos, sin enfermeras ni sanitarios que están cada jornada con el radar abierto. Duele, duele mucho y siente nauseas cada vez que intenta construir la estrategia, las palabras que saldrán de su boca en la primera rueda de prensa, y en el primer frente a frente con su mujer a solas.
A Melitón le perdían las biblias, su colección de libros religiosos tronchaba innumerables anaqueles; ahora le pierden los bombones y las ingles después de haberse transformado con el néctar del poder, con la vulgar droga de la política que todo lo muda para bien del gordito. La gordura de Melitón crecía en proporción aritmética a las adulaciones recibidas cada mañana y en proporción geométrica a los dígitos que se adicionaban en las cuentas corrientes de los hombres de paja y allegados custodios de su dinero.
Va a perder la bella vida por cicatero, que al marido de la Susa había que haberle engalanado, o incluso colocarle de jardinero de macetas del balcón presidencial con buen sueldo y furgón de transporte sin rotular, para que pudiera tirar los domingos el pisto por la sierra. Hacía pocos días que Melitón había leído un informe del profesor Martín Toronzo, donde expresaba, con efusiva documentación y propiedad, que el éxito de todo funcionario de nivel y político en el desfalco, el choreo y el “to pa mí”, estaba en saber repartir unas migajas con la persona o personas adecuadas, si se equivocaba de personas o era tacaño, al postre acababa pagando el error. Toronzo terminaba el discurso aseverando que más tarde todo se sabe, que el mundo está lleno de pequeñas traiciones que al final inundan de mierda el planeta.
El marido de la Susa se persona en el hospital el mismo día que van a dar el alta a Melitón. De la mano del juez que lleva el caso, y una plaga de funcionarios sin ganas de curre y sí de chismorreo, lo va a encarar para que ambos se reconozcan. Las curiosidades de la vida, las anomalías no previstas, el azar necesario, permitirán a esta sociedad librarse de Melitón, una parada cardiorespiratoria e irreversible cuando enfrentan las miradas. El marido de la Susa hará talleres de vainica o estudios de arte dramático en el penal, ambas cosas importantísimas y necesarias para que la sociedad continúe el proyecto encomendado por la revolución, la francesa se entiende.
Transcurridos un par de meses, después de muerto Melitón Artiaga, el timbre de la puerta suena intempestivo, la Susa se ciñe la bata de seda y pregunta quién. Sin escuchar respuesta, asoma su ojito por la mirilla y encuentra, en ese mundo oblongo y deforme que se ofrece detrás del mini catalejo, un gran ramo de flores ocultando el rostro del sujeto, al que solo le ve los puños. Se dice sorprendida que son margaritas, las mismas que traía el pobre Meli. Nerviosa y dubitativa decide abrir.
¿Qué tendrá la Susa que a tantos políticos derrama?

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