miércoles, 1 de mayo de 2013

Desde La Vía Láctea hasta su sillón


El relato es cortesía de Lucía Blázquez, una jovencísima escritora con muchas ganas de estudiar, de leer y sobre todo de escribir. El asunto se debate entre la estética de Murakami, el juzgado de guardia y cualquier mente que se debate entre varios espacios, o tiempos o espacio-tiempos paralelos. Quién sabe.

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DESDE LA VÍA LÁCTEA HASTA SU SILLÓN


—¿Dónde se encontraba la madrugada del asesinato?
—En casa, en el sofá. Me pasé toda la noche mirándole, señoría.

***

El suelo mojado me hizo darme cuenta de que el fin de semana no había sido tan largo y de que las lluvias de febrero aún no habían dado tregua en Madrid. El taxista me dejó en la esquina de la calle Velarde, paralela a San Andrés. La noche era joven y aún no me encontraba preparada para asumir que al día siguiente sería lunes; otro lunes sin saber por dónde cogerlo.
Seguro que al dueño de La Vía Láctea no le importaba que fuese con la maleta a tomar una caña que me aliviase aquel domingo. Era de esperar que el garito estuviese vacío, o casi. Eran las 11 del final de una semana más de un año que no sé cómo guardar en mi recuerdo.
Sandro, el camarero, me recordaba a David Bowie; no sé si porque también era bisexual o por su forma de menear las caderas cada vez que sonaba “Rebel Rebel”. Había sido testigo de tantas historias de amor, desamor y negocios indecentes que supo lo que pensaba cuando me quedé varios segundos mirando al chico del fondo de la barra. Tomás se rió a carcajadas y yo seguí pensando.
Era habitual ver por esa zona a jóvenes barbudos con una guitarra sobre el hombro y bajo el brazo una novela de Murakami, pero ese chico se salía de lo habitual. Un flequillo cautelosamente descuidado dejaba entrever una mirada que se fundía con las cuerdas de una guitarra probablemente de segunda o tercera mano. Unos labios se movían cuando susurraba una canción en inglés que había oído en algún otro lugar antes. Una cerveza de importación que me pedía a gritos que la probase.
Le pedí a Sandro una de esas. Me dijo que el chico llevaba allí más de una hora y que tan solo había levantado la mirada para darle tragos al botellín.
Me bebí más de un tercio de un solo trago, era la más fresca y suave que había probado desde hacía mucho tiempo. Nunca olvidaré la mejor cerveza que ha probado paladar humano, fue en la casa que mi hermana tenía en Málaga y era una marca que ya había probado antes pero el mero hecho de estar allí con ella mirando el cielo azul hizo que se me grabase ese sabor amargo.
 Dejé mi maleta junto a una propina para mi Bowie y me acerqué muy lentamente a donde estaba el chico. Tomé asiento dejando entre nosotros un taburete vacío. Al afinar el oído, me di cuenta de que la canción que tocaba era la banda sonora de una peli muy mala que había visto con mi hermana tres días antes de que falleciera. Debió de percatarse de mi cambio de expresión porque pasó a tocar otra, ésta más animada. Pero de repente, paró en seco.
Me contó que esa canción la estaba componiendo y aún no la había terminado, y que era la primera persona en escucharla. Sentí que me derretía por dentro.

Ganas de matarlo, parte 1

Me invitó a irnos. Guardó la guitarra en su funda y se acabó la cerveza, inexplicablemente le quedaba más de la mitad del botellín.
Dimos un paseo. Era un chico tímido y apenas hablamos de nada en el camino; tan sólo tuvimos la aburrida e incómoda conversación de dos desconocidos que coinciden en un mismo ascensor. Pero estaba bien a su lado, sentía que teníamos la misma confianza que tiene una mosca con el helado de un niño distraído.
No sabía a dónde nos dirigíamos y parecía que él tampoco, pero cuando me quise dar cuenta estábamos en el rincón más bonito de toda la ciudad. Y él me lo confirmó; me dijo, con su particular simplicidad, que me había traído al lugar al que era adicto.
La verdad es que, ese sitio, me recordaba al favorito de mi hermana, una pequeña plaza abandonada que ni siquiera habían ocupado los vagabundos. Ninguno de los dos sitios tenía encanto alguno a la vista de cualquiera, pero tanto el chico y mi hermana como yo parecíamos tener un gusto propio del romanticismo por los lugares extraños.

Ganas de matarlo, parte 2

Sentíamos un frío helador pero la sangre que bombeaba mi corazón en ese momento hacía que me estuviese subiendo la fiebre. Las manos me temblaban, aunque a un ritmo más lento de lo normal como si me sintiese cómoda entre esos nervios de adolescente reprimida. Notaba cómo se me enrojecían las mejillas y cómo las rodillas entraban en fase de flojera.
Y él parecía tan tranquilo. Allí quieto, con una mano en el bolsillo trasero del vaquero y la otra sujetando el libro, que no había soltado en toda la noche. Me entró la risa y el chico, del que aún no conocía ni el nombre y que tampoco me preocupaba saber, esbozó una mueca que intentó ser una sonrisa pero que se quedó en eso, un mohín que me hizo reír aún más.

Ganas de matarlo, parte 3

Le pedí que me leyese un fragmento de Murakami. “No es algo que se lea sin un porqué”, eso es lo que me contestó. Supongo que una vez que se dio cuenta de que me había quedado de piedra me concedió el placer de escuchar una de las frases de la novela.
Por un momento pensé que había desaparecido ese chico del que me acababa de enamorar. Por un momento pensé que se había convertido en un viejo erudito de los que han presenciado decenas de discusiones entre filósofos griegos en el ágora. Una seductora y, a su vez, poco democrática voz grave rebotó entre las paredes de mi cabeza. Incluso su manera de sujetar el libro abierto por la mitad, con la mano bien aferrada como si yo fuese a cogerlo y salir corriendo, me hizo replantearme si ese chico era un hombre o un nuevo Dios.

Ganas de matarlo, parte 4

Fue una frase que nunca se me olvidará. Dichoso Murakami y su literatura para esquizofrénicos.
Cuando mi cuerpo empezó a volver en sí, me di cuenta de que él iba en mangas de camisa y de que estaba tiritando. Le dije que nos fuéramos. Ese sitio tenía demasiado encanto como para que nos congeláramos allí y nos quedáramos petrificados como si hubiéramos mirado a la griega Medusa.
En ese momento sí que se rió. Y tuve la sensación de que esa risa la llevaba escuchando toda mi vida.

Ganas de matarlo, parte 22

Un café nos devolvería a la vida. Eran las dos de la mañana de ese lunes al que tenía tanto miedo. Le invité a subir a mi piso y tan sólo encogió los hombros al escuchar mi proposición. Abriendo el portal, recordé que me había olvidado la maleta en La Vía Láctea. Él me dijo que se había dado cuenta al salir del bar y le pregunté, algo airada, que por qué no me lo había dicho. Su respuesta fue un beso en la frente.
Una vez en el piso me dijo que preferiría tomar té a café. Me resultó gracioso ver a un hombre pidiendo té pero, ¿qué no era una sorpresa en él? Me dio la sensación de que le gustó. Era un té especial, me lo había traído mi hermana de un viaje a La India que hizo con su ex-marido. ¡Cuánto le gustaba viajar a mi hermanita mayor! Pero ya hacía un par de meses que hizo el viaje más importante de toda persona; y el último.
Cuando su té y mi café estaban hechos y servidos, nos quedamos en silencio sentados uno frente a otro.
Mirándonos.

***

—¿Es cierto que conoció al muchacho esa misma noche?
—Sí, señoría. Ya le dije que fui a ese bar a tomar algo, como era habitual. Estaba muy cansada del viaje que acababa de hacer y no me imaginaba que en ese bar estaría él. De hecho, pensé que estaría vacío y así podría tener una conversación con el camarero.
—¿Dice que el camarero es amigo suyo?
—Sí, así es. De toda la vida. Bueno, entiéndase señoría; desde hace muchos años, desde que vivo en el barrio. Suelo ir mucho a La Vía Láctea.
—Ya, eso lo sabemos. No sé si sabrá que ya hemos hablado con él. Nos ha contado que se quedó blanca al ver al joven, ¿es eso cierto?
—Bueno, los que conocemos a Sandro sabemos que es un camarero algo exagerado. Lo que sí es cierto es que me quedé como hipnotizada al verle al fondo del bar. No sé porqué, será porque no había visto a nadie como él nunca. Aunque a la vez me resultaba bastante familiar.
—¿Quiere decir con eso que ya había visto al chico en alguna otra ocasión?
—No, para nada. Lo dudo porque, de haberlo visto, habría tenido una sensación similar a la que anoche tuve en el bar. Sin embargo ese era un sentimiento nuevo para mí.
—¿Qué tipo de sentimiento fue?
—No sé, señoría, ya le digo que nunca antes lo había sentido. No creo que sea amor, aunque a lo mejor sí. Puede que fuese un interés exagerado por los acordes de la guitarra que estaba tocando. ¿Enamoramiento? Tampoco creo; pero ya habrá oído que del amor al odio tan sólo hay un paso.
—¿Llegó a odiar al chico?
—Tampoco es eso. Digamos que era un personaje especial, y eso era lo que me llamaba la atención. Pienso que las personas odiamos a los que envidiamos.
—Prosigamos con la narración de los hechos. Dice que fueron a dar un paseo, pienso que no es muy normal dar paseos con desconocidos a altas horas de la noche…
—¿Es usted demasiado convencional, no cree?
—Perdone, señorita, aquí las preguntas las hago yo.
—¡Jajajaja! Disculpe, pero esa frase es muy peliculera.
—¿Acaso está desviando la conversación porque no quiere contestar a la pregunta?
—En absoluto, señoría. Di ese paseo con él porque me infundía confianza. Aunque no conseguimos mantener una conversación de más de cuatro frases, no encontraba incómoda la situación. Y tengo la sensación de que él tampoco. Si se hubiese sentido a disgusto, me imagino que simplemente se habría marchado a su casa; sin embargo, me llevó, según él, a su sitio favorito de Madrid.
—¿Qué había allí?
—Nada en especial: un par de bancos, unas farolas que lo que menos hacían era iluminar bien. Lo que más llamaba la atención era un muro pintado a la izquierda. Era un conjunto de mujeres retratadas, algo digno de exposición en el Prado, en mi opinión.
—¿Sabía que el chico, de cuyo asesinato es sospechosa, era pintor y que estaba a punto de firmar un contrato con una importante sala de exposiciones?
—No tenía ni idea, señoría. Y le repito que yo no le he matado, pero no puedo negar que yo haya sido la causante de la muerte.
—¿Por qué dice eso, señorita?
—Cuando subimos a mi casa, el sentimiento del que le he hablado antes me estaba abrumando. No tenía intención de acostarme con él, sepa usted que yo no soy de esas. El invitarle a tomar algo a mi piso fue como un impulso, ni siquiera lo había pensado antes de decírselo. Se sentó en el sillón favorito de mi hermana, que en paz descanse. Fue ahí cuando empecé a sentir mareos. Nadie se había sentado en ese sitio desde que murió ella. Sin embargo, no me importó y no le dije nada. Tenía la sensación de que llevaba viéndole allí sentado desde hacía años. El té que me pidió estaba ardiendo, así como el café, por eso los dos dejamos las tazas en la mesilla y, sin saber durante cuánto tiempo, nos quedamos mirándonos.
Hasta ahí, señoría. No sé qué más pasó, se lo aseguró. Le prometo que tan sólo le miraba.

***

Sobre la mesa siguen ahora el té y el café, ahora lo suficientemente fríos. Fueron unos minutos largos. Minutos agradables. Minutos impasibles. Minutos que, sin esperarlo, llevaron a un hombre más a hacer su último viaje ante mis ojos.
Y hasta ahí soy capaz de recordar.

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Copyright Lucía Blázquez.
Salamanca, abril 2013.

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